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Por Katherin Rojas Sánchez 


Con los pies en la tierra que nos vio crecer nos aferramos a nuestros pasos, a nuestra lucha, para caminar sobre cadáveres asesinados por Las Fuerzas Armadas de Colombia, son partícipes de la impunidad, quizás porque no se ponen en el lugar de quien sufre, les han dado órdenes para perder la sensibilidad a lo largo de los años. Muerte tras muerte naturalizan asesinatos, ignoran masacres y borran el rostro del otro; el Estado ha cubierto el cielo de pájaros negros que almuerzan las vísceras y helicópteros que vigilan para atacar cada rincón.

Quien queda sufre en igual medida que el que muere, porque debe vivir con el recuerdo sobre sus ojos, los gritos en sus oídos y las manchas carmesí sobre sus prendas; la herida queda a flor de piel y es lamida por el sol que en cuya lengua trae alfileres y hace de su pecho un dedal.

Se tiene que aprender a vivir con la ausencia, no es el olvido el mejor recurso para sobrevivir al hastío, sino recordar a quienes han silenciado, hacerles un lugar en la memoria, que su muerte no quede en la impunidad pactada en la que el Gobierno les quiere enterrar, porque “al estado no les importa los suicidas”, es así como son y somos tratados en las noticias de ayer, del hoy y del mañana: suicidas, terroristas o vándalos.

La preocupación de la desmemoria, de olvidar nuestro punto de partida: la semilla en tierra para ser tronco, ramas, hojas, flor y fruto, evolución y cambio, es lo que lleva a reconocer mi sensibilidad, mi memoria, aceptar al otro, sus miedos, tristezas y resistencia diaria para darle un lugar en el cielo o en las letras como señal de libertad.

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