Por: Julio César Carrión Castro
Como si se tratase de la escritura y la reescritura sobre un borroso y ya gastado palimpsesto, la historia de Colombia presenta, de manera reiterada, una serie de sucesos y acontecimientos que parecieran no cesar de repetirse. Basta simplemente hacer un breve repaso a los llamados períodos de crisis que, desde la colonia, han afectado el llamado “orden institucional”.
Los levantamientos populares ocurridos en las distintas épocas de nuestra historia patria, tienen profundos antecedentes de confrontación a ese supuesto “orden establecido”. Antecedentes que se remontan a los orígenes mismos de la nación, expresados inicialmente en las luchas anticoloniales y luego en los enfrentamientos a los nuevos grupos, sectores y clases sociales, que establecieron su hegemonía como resultado de esa revolución inconclusa que fue la “Independencia”, que terminó empoderando a muchos hacendados, encomenderos, comerciantes, caudillos regionales, gamonales y generales enriquecidos en dicho proceso “independentista”.
Oscuros e incultos caciques, caudillos y generales, surgidos de esas “guerras de independencia”, establecieron un mendaz “orden” expresado en unos gobiernos herederos del régimen colonial-hacendatario, residual de la colonización hispano-feudal; gobiernos que, implacablemente, han dado continuidad, hasta el presente, a las relaciones económicas, sociales, políticas y culturales, basadas en el intercambio y la correlación patronos-clientes, como un legado insoslayable de las relaciones establecida bajo la colonia, entre la Corona y sus súbditos.
Burlando las tesis y propuestas ilustradas de la democracia liberal-burguesa -imperantes y vigentes ya en otras latitudes-; reglas y principios como los del contrato social, el sufragio universal, la participación ciudadana y los derechos del hombre (traducidos, expuestos y difundidos por algunos líderes letrados), estos nuevos “dirigentes” de una nación, sin claros derroteros ni principios, sustituyeron dichos fundamentos de la democracia, por mecanismos y dispositivos tomados del desueto régimen colonial-hacendatario y semifeudal, que les permitió fijar un mandato confesional, autoritario, despótico y cesarista, investido de una falsa juridicidad y una palabrería sin límites que, convenientemente, no dudaron en llamar “Democracia”. Esta patraña, este sainete, este remedo, es lo que ha imperado en Colombia defendida y aupada por unos partidos políticos instaurados por esas mismas viejas familias y castas dinásticas.
Contra esa farsa institucionalizada, vigente desde la colonia, como lo hemos dicho, periódicamente se han suscitado acciones de inconformidad y rebeldía, casi siempre lideradas por la juventud. Intervenciones o interpelaciones populares que, invariablemente, han sido sometidas, ya sea por las más sangrientas y despiadadas operaciones militares represivas, por engaños y promesas incumplidas o mediante el astuto recurso de poner en marcha algunos movimientos políticos de coyuntura y algunas “disidencias tácticas” de esos mismos partidos, encargados de neutralizar, silenciar y cooptar a los líderes rebeldes, en procura de regresar a la falsa “normalidad”, que representa para estos caudillos de la “democracia”, el retorno a una especie de República Señorial, dinástica, feudal, bajo el supersticioso respeto hacia un supuesto pasado glorioso.
El proyecto político que, a nombre de los dos partidos institucionales, lideraron Miguel Antonio Caro -conservador- y Rafael Núñez -liberal confesional-, contra el liberalismo radical y laico, se efectuó a finales del siglo XIX, como si se tratase de un proceso de Regeneración (así se llamó este movimiento político que bajo el lema de «Una nación, un pueblo, un Dios», consideró que la regresión a los viejos postulados católico-feudales sería la redención histórica de la nación). Entonces el país retornó a una total adscripción y supeditación al confesionalismo católico. Fue de acuerdo con los intereses más rastreros y mezquinos de los sectores reaccionarios de gamonales y caudillos regionales, que se instauró esa coalición liberal-conservadora. Al decir del maestro Antonio García: “Los dos actos que definieron jurídicamente el nuevo proceso contrarrevolucionario fueron la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887, que cedieron al Vaticano la soberanía del Estado. (Cfr. García, Antonio. ¿A dónde va Colombia? Edit. Tiempo Americano. Bogotá. 1981. p. 28.)
La pretendida restauración de esa “edad de oro” del régimen señorial-hacendatario, ha tenido continuidad, pues, tras la pausa histórica representada por la llamada República Liberal (iniciada en 1930) que fue una breve ilusión, en el intento de satisfacer los anhelos y las esperanzas reprimidas del pueblo, siempre sometido a esas grandes familias y sus patéticos caudillos, nuevamente se imponen las reformas regresivas, nuevamente se busca el restablecimiento de ese “pasado glorioso”, con los gobiernos absolutistas y reaccionarios de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez.
El Falangismo de Primo de Rivera y Francisco Franco, así como todo el simbolismo, el aparataje y la parafernalia del nazi-fascismo, entran a constituir el bastión publicitario, teórico y conceptual de este proyecto confesional, plañidero, beato y sentimentaloide pero, a la vez, protervo, infame y corrupto, que reclama farisaicamente respeto por las creencias, los valores tradicionales y la propiedad, mientras “a sangre y fuego”, impone su nefanda hegemonía sobre los sectores populares y, ante la rebeldía social, estos mismos “partidos” -carentes ya de fronteras ideológicas- deciden, como siguiendo un procedimiento de “contrarrevolución preventiva”, gracias al pacto de Benidorm, repartirse constitucionalmente todo el aparato estatal en una especie de “condominio oligárquico” con lo que pomposamente llamaron “El Frente Nacional”, esgrimiendo, de nuevo, la idea de restituir “el orden institucional” quebrantado, pero sin suspender los procesos de violencia de aniquilamiento sobre los sectores populares.
El mismo Antonio García nos precisa: “nos hemos negado a superar el sistema feudal de partidos, simplemente porque nos hemos negado a superar el ciclo histórico en el que sólo hay una representación y una sucesión de castas, y en el que el pueblo apenas tiene un papel secundario de montonera empujada por la fuerza incontrastable de las grandes constelaciones. No necesitamos esforzarnos mucho para saber que nada tiene de republicano este sistema de partidos: nació con las guerras de Independencia, como un método de que las grandes familias ocupasen siempre los pisos de arriba y la inmensa y arenosa masa del pueblo ocupase siempre los sótanos de su patria”. (Cfr. NO ES SOLUCIÓN VOLVER ATRÁS. Intervención de Antonio García en la clausura de la Asamblea Nacional Constituyente, el 22 de marzo de 1.957).
La situación es peor aún, el pueblo nunca ha tenido acceso al poder, únicamente se le convoca a las urnas electorales y a los campos de batalla, haciéndole creer que eso es “La Democracia”. “Lo más doloroso de nuestro drama… Lo peor de la historia que hemos vivido, no sólo es su cuantioso costo en sangre inocente y en rebajamiento moral del hombre, sino la incapacidad de comprender esa historia y de asimilarla como una experiencia…”. Y es que en Colombia la adscripción al partidismo político de las masas, las militancias, no obedecen a unas u otras “convicciones” ideológicas, sino que son simples actitudes pasionales, subjetividades, mentalidades decantadas por siglos de tradición e imposición confesional y doctrinaria, sin derecho a crítica o a cuestionamientos, que periódicamente avalan, mediante comedias electorales, el usufructo del poder por unas élites corruptas que siempre han suplantado al pueblo.
Contra esa impostura del “orden establecido”, hoy se levanta, nuevamente, una juventud rebelde, -que el Estado fascistoide, sus esbirros y sus comunicólogos, de manera inicua denominan “vándalos”, en un vano intento por desprestigiarlos-. Pero esta juventud, dispersa si se quiere, pero no sometida a fantoches “caudillos” ni a partidos, no está dispuesta ya a seguir “tragando entero” y, desbordando la manipulación oficial y empresarial que busca “reinsertarlos”, reincorporarlos a la institucionalidad, altivamente exige, no solamente un relevo generacional, sino, superando la generalizada corrupción reinante y, particularmente a los viejos y a los “nuevos” partidos políticos -simples empresitas electoreras- unas nuevas perspectivas de futuro, que lleven a la construcción de un Estado auténticamente popular y pluralista.