Por: Jorge Mario Vera Rodríguez[1]
Colombia, un país en que más de 21 millones de personas sobreviven en pobreza monetaria y casi 7.5 millones lo hacen en condiciones de pobreza monetaria extrema, vive un auge de la movilización social, la cual probablemente es una continuación de las dinámicas de finales de 2019, suspendidas por las medidas de aislamiento social obligatorio (toques de queda y confinamientos) decretadas o avaladas por el gobierno nacional y justificadas como necesarias ante la pandemia Covid-19.
Estas movilizaciones se han reactivado tras el intento del gobierno del uribista Iván Duque por aprobar una reforma tributaria que aumenta la carga tributaria sobre la clase media y los sectores más pobres del país, mientras deja intactas las exenciones a los bancos, multinacionales mineras y petroleras, terratenientes y otros sectores que han concentrado buena parte de los subsidios y apoyos económicos del Estado en medio de la pandemia y que han acumulado enormes ganancias; situación agravada por la indignación nacional que ha causado la corrupción del Estado tanto en el manejo del erario en general y de los recursos para el manejo de la pandemia en particular; los pírricos o nulos apoyos a las mayorías más vulnerables; el asesinato de líderes sociales y el derroche publicitario y bélico del gobierno farandulero de Uribe-Duque.
En este contexto de protesta social, se han presentado actos calificados como vandálicos o terroristas y que se atribuyen a infiltraciones masivas de agentes del narcotráfico y las guerrillas, con los que se soporta una retórica en la que el establecimiento hace especial énfasis sobre actos tales como quema de llanta, barricadas, rotura de vidrios, pintada de paredes, saqueo de cajeros automáticos, almacenes y la destrucción de estaciones de policía, entre otros hechos, que valga decir, se presentan en países como Francia, Inglaterra, Chile, España y Estados Unidos, en los que no hay disidencias de las Farc….
Estos hechos han alimentado una estrategia mediática basada en discursos sobre la violencia que amerita ser deconstruida para hacer frente a las pretensiones de deslegitimación de la protesta social.
Para Johan Galtun las violencias son afrentas evitables contra la vida y la dignidad, estas no dependen del agente que la produce, sino de la proporcionalidad de la fuerza empleada y los efectos que tiene sobre la víctima; el autor va más allá, clasificando la violencia en tres tipos: directa, estructural y simbólica. En el caso de la violencia directa esta es la que se ejerce sobre los sujetos y causa daños en su siquis, o su corporeidad; la segunda tiene que ver con la configuración de la estructura social que es injusta, niega derechos y genera privilegios para unos pocos; la tercera es la violencia cultural, la cual hace referencia a aspectos simbólicos tales como discursos, valores, costumbres, creencias, idiosincrasias y en general aspectos simbólicos que sirven para justificar e incluso promover acciones violentas.
El alcalde de Ibagué, en un ejercicio tragicómico de violencia simbólica, aparentemente orientado a manipular los hechos a partir del control de la forma de nombrarlos, señaló en un reciente discurso que el Estado y sus agentes no ejercen violencia sino el uso legítimo de la fuerza, mientras que esta está reservada a los actores sociales, la denominada sociedad civil. Las pretensiones de este discurso no son menores, pues tratan de convertir a la sociedad civil movilizada en actores por fuera de la ley a la que se le pueden retirar sus derechos sociales y políticos, en nombre del orden y la seguridad (como ocurrió con las improvisadas y súbitas declaratorias de toque de queda los días 2 y 3 de mayo) y al Estado en victimario legítimo.
Suponiendo, en gracia de discusión, que quienes han padecido agresiones participaban de actos que desbordan los límites del derecho a la protesta social, ello no justifica que agentes del Estado (uniformados o de civil) hayan cometido hechos de violencia directa contra civiles mediante detenciones arbitrarias, palizas, torturas, disparos, violaciones sexuales y asesinatos (vale la pena recordar que la pena de muerte no es legal en Colombia). Al ejecutar estas acciones, los agentes del Estado están por fuera de la ley y sus actos son delitos que deben ser investigados y castigados, no solo a sus perpetradores, sino también a quienes la incitaron y dieron la orden.
El reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos está relacionado con el hecho de ser humanos, es decir son intrínsecos a la condición humana, por lo tanto, no dependen del ejercicio de lo que la autoridad juzgue como buenas o malas conductas; a nadie, ni siquiera a un infractor se le puede someter a torturas, vejámenes, agresiones sexuales o mancillar su dignidad, integridad o vida; en este sentido, los funcionarios estatales y en particular las fuerza militares o de policía deben ser garantes de estos derechos y no quienes los violan.
Que funcionarios públicos emitan actos administrativos declarando condiciones de excepcionalidad como toques de queda en contextos de movilización social y crisis de salud pública, como el actual, no es condición para que se vulneren derechos fundamentales o condiciones de excepcionalidad para que los agentes de la ley lo hagan, de ser así, estos actos son formas de violencia estructural.
Igual ocurre con la violencia cultural o simbólica encarnada en los discursos que estigmatizan a los actores sociales como vándalos o terroristas porque en el contexto de la movilización ocurren actos de pillaje o daños a la infraestructura y bienes públicos o privados; es necesario reconocer que estos contextos suelen ser aprovechados por algunos para hacer de las suyas y no en pocas ocasiones los que los ejecutan son agentes del Estado uniformados o encubiertos, en el intento de generar condiciones para la justificación del uso de la violencia estatal.
Así las cosas, el ejercicio de la violencia no se circunscribe exclusivamente a desadaptados que se ensañan con los bienes públicos y privados e incluye a agentes y funcionarios públicos quienes a través de discursos, normas o acciones directas infringen afrentas evitables contra la vida o la dignidad de las personas o generan condiciones para “naturalizar” o “legitimar” dichas afrentas.
Otra reflexión es necesaria alrededor de lo que se entiende por protesta pacífica, frase de moda, pero que dista de ser neutral o inocua.
[1] Director Observatorio Conflictos Ambientales y Crisis Climática – Corporación Sentipensar