Por Daniella Osorio
Cada vez que pienso en el mar me viene una oleada de brisa fresca que dibuja unas tenues comisuras en mi rostro para hacerme sonreír. Desde antes de salir a las rutas bicioníricas, había pensado y deseado pasar una temporada cerca al mar, a la vida de la playa.
Yo he nacido en una región montañosa de los andes colombianos, me he movilizado de una ciudad pequeña a otras un poquito más grandes para volver a una pequeña. La última etapa de la universidad nos mudamos con unos amigos a una casita en una vereda de Ibagué con tierra para cultivar, aire fresco de las montañas y una tranquilidad imperturbable. Nos dedicábamos cada uno a sus artes, pasábamos el tiempo sumergidos entre fotografías y dibujos, letras y palabras. Fue sencillamente una época de mucho amor, comprensión y ternura.
Así que el mar, siempre fue un paisaje lejano que visitaba en la temporada alta y soleada, me quedaba no más de una semana y regresaba a la cotidianidad de los piedemonte andinos. Y aunque sabía que quería la vida en la mar, no había planeado la ruta más corta ni la más directa, de hecho, no había planeado nada; sólo iba en cada movimiento sintiendo hacia donde continuar.
En retrospectiva, todo ha sido yakoo (agua), es ella quien motivó sutilmente el recorrido que cogió alas en la Amazonía, en el corazón de la manigua donde toda la vida nace, donde los hilos de la memoria se estremecen entre las copas de los árboles y retumban fuerte en el centro del cuerpo. El agua propició la limpieza del río de mis pensamientos y me mostró con toda claridad los miedos y fronteras fabricados por mi propia actividad intelectual.
Pero ahora yo no era la misma, había estado muriendo esos pensamientos dañinos y pedaleando con constancia para trascenderlos. Y si las cosmovisiones se encontraban indexadas simbólicamente en el banco de la memoria planetaria, ahora también pude acceder a ellas mediante mi imaginación y arte, puesto que estoy recordando.
La sierra me llamaba desde la cima, pedía ser descubierta como agua congelada, como nieve blanca y tropical cubriendo el cuello de luna que se yergue alto y donde humildemente se Es en las alturas.
Si yaco me había revelado todo en la manigua, los andes eran el momento de encararlos, de asumir el reto y disfrutarlo. Cuando recuerdo esas lomas de arena donde tenía que empujar la ocelote de 50 kg cuesta arriba, me río porque siento como estaban mis brazos estresados y mis pies bien clavados en la tierra para no ser devuelta dos pasos por la ley de la gravedad.
Hubo un día cuando me encontraba con la comunidad quichua en Quilotoa, en el que me sentí muy sola a pesar de las personas conmigo. Quería sentir al otro como yo había aprendido pero la conversación nunca avanzaba y parecía repetirse en las mismas preguntas hacia mí: cómo te llamas, cuándo vas a tu país, cuánto vale tu bicicleta y escucharlos llamarme gringa.
En el sueño que me despidió de ese lugar, yo andaba buscando a mi madre, preguntaba en diferentes casas hasta que me indicaron de seguir más arriba; tenía una sensación muy particular de encontrarla. Cuando llegué a la cima del bosque, ella estaba acostada en la tierra en medio de un halo de luz entre los árboles donde yacía muerta y yo ya lo sabía. No sentí tristeza ni dolor, me arrodillé a su lado y la abracé.
Ese mismo día bajé la cordillera en dirección al océano. Desde la cumbre, podía ver a lo lejos como las tonalidades del azul se confundían en un solo horizonte. Si la subida fue difícil, la bajada fue peligrosa, otra vez la gravedad me empujaba casi sin frenos hacia el piso, mientras cantaba en mi mente: yo soy diosa toda poderosa, bajo la montaña como el agua entre las rocas, la tierra reverdece y es tiempo de nacer.
Y aquí estoy en lo pacífico del océano, de frente tengo a este viejo navegante, arriba la luna es llena y al centro reposo sobre la arena. Estoy muy lejos de las playas caribes de mi país. Para mi sorpresa, el bosque seco tropical está en la temporada baja, el viento es fuerte, perfecto para el kitesurf, las ballenas ya no se ven tanto pero sí los ballenatos, la marea trae peces globo y tortugas. El ecosistema se ve desértico, húmedo y frío en esta época del año y he venido al océano para renacer.
Me dedico al sentimiento, cualquiera que ese sea, pues la marea cuando sube trae de todito con ella. Cada día transcurre en tal tranquilidad que he tenido tiempo para vagar y me doy cuenta que aunque tenga las condiciones para descansar, no me lo permito totalmente. Tengo bajo la piel esa idea del tiempo productivo y quedarme quieta sin hacer nada, empieza a impacientarme. Entonces vago por los rincones de la mente poco transitados, ciertos comportamientos están tan interiorizados que no importa el lugar en el que una se encuentre, las cárceles siempre son mentales.
Pero nuevamente, reconozco el camino y acepto el cambio, veo la voluntad tan fuerte que sobrevino tras un lapsus de crisis existencial que me hizo cuestionarme la vida que estaba llevando y aquella que quería llevar. Todas las condiciones de ese estado de sombra que hicieron germinar intuiciones profundas de mi psiquis a las que no hubiera tenido acceso, si no hubiera matado las seguridades y comodidades que estaba fabricando «para el futuro».
No nos damos cuenta que la vida es ahora y que las adversidades pueden ser las oportunidades para recibir las grandes enseñanzas, permitir que tu cerebro experimente un algo diferente y salga con las más locas y creativas soluciones.
Me alegro de haber incorporado a mi vida la disciplina de un deporte, de haber elegido la bicicleta como mi medio de transporte y volar de aquí para allá sobre dos ruedas. Es increíble como en tan pocos meses me ha cambiado la vida, como siento mi cuerpo, como descubro el mundo sin ventanas y sin filtros. Las cuestas, las piedras, la arena, el sol, el calor el frío, los pinchazos, son factores que le agregan al camino una mayor dificultad, pero de veras me río y me sonrío. Aunque me cueste, aunque me demore, aunque me fatigue, todo ha valido la pena porque he aprendido a gozarme el proceso, el paso a paso, sin pensar en los resultados o en el destino.
Cada cosa es perfecta, mientras más nos lamentamos porque no fue como quisimos que fuera, más vendrán diferentes situaciones que te harán recordar la enseñanza que no se ha querido aceptar. Vas a estar condenándote a repetir una y otra vez lo mismo, es lo que en el budismo se llama el samsara, la rueda de la vida material que nos sostiene todavía en las condiciones de una vida burda.
Lo que tampoco quiere decir que por aceptar la situación no vayas a vivirla nuevamente, pues aunque no quieras que se te pinche la llanta en un día de lluvia sobre la carretera, siempre hay una posibilidad de que suceda. La cuestión es trascender ese sentimiento de incomodidad y bajarse tranquilamente a disfrutar del regalo del cielo y cambiar la llanta con alegría. Probablemente, mis ejemplos no sean los mejores pero espero que puedas entender el fondo del asunto por tu propia experiencia.
El mar está siendo la mía propia, no la de las propagandas soleadas con bikinis y bronceados perfectos, la de las habladurías de la gente sobre que es muy peligroso y siempre te ven con cara de dólar. Aunque pueda que todo eso sea verdad, mi experiencia siempre será mi experiencia.
Me preguntó un pescador, ¿qué significa el mar? Estando aquí, entiendo que era mi deseo pueril de volver a nacer, de honestamente permitirme ser otra, de danzar con el movimiento universal y ser las olas y el océano a la misma vez.
He ido recorriendo lentamente playa por playa, entenderán que la tortuga sabe más que la liebre del camino, así pues yo he tomado el sol de aquí y de allá, he sentido el viento y jugado en la arena como una niña, hago las de la equilibrista encima de la soga, sonrío mientras me meso sobre el columpio viendo el agua marina; también fui a pescar en la noche, que increíble sensación ver la sombra de los peces pasar al lado mío, la magia brillantina del éter en cada ola y el vaivén de la pangua que me ayudó a purgar todo el veneno del cuerpo. Una de las cosas más lindas junto al mar, fue que hice una amiga del corazón, y agradezco mucho poder ser íntima y personal en una conversación, comunicarnos cada una sintiendo a la otra ¡larga vida a las hermagas!
La autonomía de movimiento que le da a una montar en bicicleta, bien podría definirse como libertad. Sensorialmente el viento le comunica al cuerpo que la vida es buena, que está bien ir a tu propio ritmo y entenderse, afloran las capacidades corporales que no creías posibles de ti misma y eso es sencillamente increíble. También es una actividad mental, yo ahora puedo pasar más de seis horas pedaleando, y todo porque trabajo la resistencia, pero no con dolor sino por la diversión de empujar los límites de mi mente, de verme envuelta en situaciones que nunca hubiera imaginado y que se convierten en la oportunidad perfecta para recurrir a la creatividad y seguir pedaleando.
La bicicleta es la política de la felicidad, mejora el ritmo cardíaco y se es más consciente del boom boom del corazón, puede ser una actividad muy meditativa. De manera simbólica la película de tu vida pasa frente a ti pero no te detienes en ningún pensamiento porque estas en el aquí y ahora donde tienes que continuar, así aprendes que no se trata de meditar en la nada sino de no identificarse con ello. Dejar pasar los pensamientos como las nubes en el cielo.
Además es inevitable no sentirse empoderada, una palabra que ha sido malinterpretada o repetida hasta el cansancio en los anuncios publicitarios que siempre quieren vendernos algo, vendernos una versión de una misma que surge de las expectativas y cae en la superficialidad. De manera honesta para conmigo misma, siento mi poder y lo abrazo, ya no le temo ni permito que otros lo pisoteen. Ha sido un duro aprendizaje que me ha hecho un mar pacífico, lloro porque el hielo de mi corazón se está derritiendo y eso siempre es bueno.
Entonces sí que sí, la bicicleta es sinónimo de libertad, históricamente una herramienta para la igualdad, pero como todo cambia, para mí ya no se trata de la igualdad frente a los hombres porque está claro que aunque somos almas espirituales en un cuerpo, ese cuerpo puede ser femenino o masculino y tiene sus características, somos diferentes y complementarios. De acuerdo a este tiempo, lugar y circunstancia para mí, la bici no pertenece a ninguna lucha de género, la bici nos permite experimentarnos como seres individuales con capacidades particulares según el individuo y eso es un factor muy atractivo. Larga vida al pedal.
Sobre la autora de este disparate:
Lenta pedalera, escritora por convicción y artista de lo trascendental. Ardientemente introvertida pero tratando con todas mis fuerzas de estar en el mundo.
Daniella escribe y viaja. Autora del libro Vagabunda del Dharma. Si deseas apoyar su trabajo y su aventura compra el libro y entérate de más en Www.Ngongoroko.com O síguela en: Instagram Facebook
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