Por Victor de Currea – Lugo
Empieza el año 2021 y, en el caso colombiano, nos enfrentamos a dos retos: la pandemia y la guerra. Ambas, curiosamente, tienen más cosas en común de las que pudiéramos prever. Algunas de ellas son: la sociedad que tenemos, el Gobierno que se eligió y el contexto en el que vivimos.
Se suele hablar de «desastres naturales», pero lo cierto es que, como en el caso de los terremotos, no es la tierra al moverse la que mata a la gente, sino lo que le cae encima, que es el fruto de la calidad de las edificaciones. Así mismo, muchas de las inundaciones no se deben a que el río haya inundado un poblado, sino que antes ese poblado inundó el lecho del río.
Esta pandemia es más que un hecho puntual de una zoonosis; el paso de un virus de un animal a un ser humano. Es el contexto en el que se da y tiene que ver con el cambio climático, la urbanización de grandes zonas, el desplazamiento de los animales y, por supuesto, la falta de conciencia ambiental.
La guerra también tiene unas causas y no es solamente la voluntad de tres o cuatro que se fueron al monte a coger las armas. Con esto no estoy justificando su decisión, sino que trato de explicar que en la mayoría de los conflictos armados hay unas causas que actúan como detonantes. Y así como algunos quieren reducir el tema de la pandemia a un chino que se comió un murciélago, hay algunos que quieren reducir el conflicto colombiano a un problema de terrorismo, de la mala voluntad y la mala conciencia unos cuantos. Sin la exclusión política y la exclusión socioeconómica, no se puede entender el conflicto colombiano; por eso, tampoco se puede construir paz cuando se reduce a un desarme de guerrilleros.
Y claro, con la pandemia aparecen las teorías de la conspiración que reducen la enfermedad a un virus creado en un laboratorio del que nos quieren vender una vacuna que supuestamente está hecha desde hace muchos años o, como sostienen algunos, que el virus no existe. De esto pasamos fácilmente a las teorías de que en Colombia no hay un conflicto armado o que todo se explica por unas fuerzas foráneas que nos intentan vender armas, como si la cosa fuera tan simple.
Incluso, yo por lo menos veo una extraña similitud entre buscar una cura a la pandemia en una página de La Biblia o en una «medicina tradicional», así como hay quienes buscan la paz única y exclusivamente en un abrazo o en pintar una paloma de la paz en alguna pared desocupada.
Pero vamos más allá: en medio de la pandemia, algunos intentan convencernos de que el Gobierno hace todo lo que puede y, por tanto, no es motivo de crítica porque finalmente ni la pandemia ni el virus fueron producidas por el Gobierno actual. También nos intentan hacer creer que el Gobierno hace todo lo que puede frente a la construcción de paz, la formación de disidencias, la negociación con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) o los asesinatos de líderes sociales.
Ya van más de 45.000 muertes por Covid-19 y esas muertes parecen, entonces, como si fueran fruto del azar, sin un contexto, causas ni responsabilidad detrás. De la misma manera, llevamos más de 250 firmantes del acuerdo de paz asesinados, así como cientos de líderes sociales, y el año pasado terminamos con más de 80 masacres. Al igual que en la pandemia, no habría ninguna responsabilidad del Estado que no da respuestas.
El show de las mentiras del Estado es brutal en relación con la pandemia, al igual que con la guerra. Y mientras dedica esfuerzos multimillonarios en salvar los bancos y no personas en medio de la enfermedad, también dedica grandes cantidades para alimentar la guerra y no para mantener la paz.
Pero tal vez lo más doloroso es que hay una sociedad que está enajenada en la idea de que el presidente mediante su ritual televisivo va a resolver la pandemia, una sociedad dispuesta a creerse la teoría de la conspiración, sin dar la lucha para que la estructura de la salud pudiera responder a la pandemia. Esa es la misma sociedad que no ha querido entender que la estructura socioeconómica y política es la que perpetúa la guerra, que no duda en votar contra la paz, en no votar contra la corrupción y en votar por el que diga Uribe.
Y claro, hay unos creadores de opinión y unos analistas, que intentan convencernos de que no estamos tan mal, que los indicadores de salud no son tan malos, mientras en la realidad no hay camas para recibir a las personas que las necesitan; que el manejo ha sido adecuado, pero faltan sedantes para pacientes con covid. También hay unos académicos y unos centros de investigación dedicados a convencernos de que la paz se ha implementado de una manera maravillosa y, por tanto, el pesimismo no tiene lugar. Frente a la pandemia nos intentan convencer de que el autocuidado, desprovisto de todo contexto y hasta de la existencia misma del Estado, es la solución. Y frente a la guerra, de que todo nace y muere en nuestro corazón, sin que cuenten las causas de los conflictos armados.
Si algo tienen en común la covid y la guerra en Colombia es que estamos frente a una estructura, a un Gobierno y a una sociedad que no permiten darles una respuesta diferente. Curiosamente, la solución es la misma: tocar la estructura. El problema es que hay quienes quieren cambiar la atención de la pandemia sin tocar las EPS, y hay quienes quieren construir la paz sin tocar la inequidad.
Por eso, no es de extrañar que la respuesta a la pandemia no toque el acceso al agua potable ni los problemas de informalidad laboral en Colombia que han contribuido a la mortalidad al exponer a las personas al contagio, sino que se van a reducir a la vacuna, así como la respuesta a la guerra se redujo a la entrega de armas. Y el acceso a la vacuna podría ser una realidad científica, el derecho a disfrutar de los avances de la ciencia, un potencial espacio de justicia social y un deber del Estado, pero en Colombia todo indica que veremos un uso clientelar de la vacuna. Feliz año y fin del comunicado.