Por Daniella Osorio
¿Cómo estás Dani guerrera? Me pregunta un amigo incluyendo el adjetivo a mi nombre. Por una vez en once meses de viaje, tengo ganas de decirle que me siento cansada, que es lo único que siento además del desconcierto. Tal vez aún es muy temprano y no veo el sol, pero no sé bien cómo estoy.
Estas semanas en los andes han sido intensas en todo sentido. Las características de la geografía son brutales, unas subidas a los 4000 y unas bajadas en la misma cordillera a los 500 m.s.n.m, los cañones color mostaza y los túneles infinitos que me hacen temblar en la bicicleta, los caminos con paisajes que alucinan la mente, una naturaleza accidentada que no perdona una sola piedra en trocha.
Los días no pasaban rápido, los días no pasaban lentos, los días simplemente eran. Los días eran junto al sol, la luna y las estrellas, los días eran el tiempo sin tiempo, los días eran todos inciertos, los días eran todos monótonos: pedalear, comer, armar la carpa, dormir y desarmar la carpa, comer, pedalear, dormir. Los días a veces dejaban muchas sonrisas y a veces mucho llanto.
Recuerdo con gran intensidad, el día que dentro del camino alterno tomamos otro aún más alterno, cinco kilómetros que nos ahorrábamos para llegar al mismo punto, pero diez kilómetros de piedra e inclinaciones de al menos veinte grados. Era pleno mediodía, el sol ardía en mis piernas y en mis pensamientos, alrededor campos y más campos erosionados por la minería, pronto encontraría un pueblo pensaba. Nos detuvimos en la plaza central y por media hora sólo lloré, los eventos más recientes y las cicatrices de la vida, pasaban como imágenes silentes de una presentación en PowerPoint.
Dime, ¿encontraste lo que estabas buscando? Me detengo porque necesito pensar sin tanto movimiento los eventos de la poesía. La cordillera blanca es sublime y turquesa, los andes están bastante habitados, más aún se siente andar por tierras indómitas. Los habitantes hablan quechua y siembran papa, los pocos trancones varían entre las ovejas, las vacas y los camiones mineros. Las casas son de bahareque y los techos de losa, un pintoresco paisaje que remata con la salida de una chola con alfa en su espalda para alimentar a los cuyes, me parece son como brujitas muy elegantes con sus faldas coloridas y sus sombreros blancos.
Huele a eucalipto. Me continúo cuestionando, por qué razón los humanos han querido conquistar los puntos más altos de las montañas; más un amigo me recuerda el uso de las palabras y anota que nada es conquistable.
Pienso en el pasado y en los días escalando las montañas de Colombia, pienso en los grandes alpinistas del mundo que murieron en las alturas, pienso en mi propio deseo de pedalear los andes peruanos, pienso desde el valle de la cordillera blanca y siento el aire frío de los glaciares, las noches en la carpa con tres pantalones, los dedos entumecidos en el manubrio de la ocelote, las rocas húmedas del refugio en la punto olímpica, los picos nevados enfrente mío, la nieve cayendo ágilmente de los riscos, el azul turquesa de las lagunas, el bit acelerado de mi corazón y el aliento mojado que cubro con una bufanda.
Me siento psicológicamente cansada. Supongo que se trata del peso de la búsqueda de la belleza, porque ¿por qué otra razón han querido las personas alcanzar los picos más altos sino sus paisajes? Lo sublime es una categoría estética, como aquello que trasciende lo humano y se eleva en el aire, considerado divino puesto que es capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad. Incluso lo sublime es aquello que causa un fuerte dolor, imposible de asimilar, Kant lo define como «lo que es absolutamente grande» o sólo comparable a sí mismo.
Ayer fueron 64 kilómetros de subida al páramo y pensé que no lo lograría en un día, entre el clima y el cansancio. Las creencias limitantes que autoimponen fronteras y suenan en la cabeza con frases como: «está muy empinado, no lo subirás «, «es demasiado lejos, mejor tómate un bus», «es tarde, la noche es peligrosa», saltan como pulgas en la perrera y lo mejor es vacunarse.
Pero salió el sol y no estoy segura de dónde vino pero, seguí y seguí planteándome pequeñas metas que me conducirían a mi objetivo. Me sentí desconocida, realizando hazañas que no hubiera imaginado jamás, me invadió una felicidad indescriptible que provino del trabajo no sólo del querer sino del ser una mejor persona cada día. He estado entrenando el cuerpo y la mente, sometiéndolo a presión, a otras circunstancias que lo hagan sentir incómodo, mientras que la experiencia de lo sublime agita y mueve al espíritu. Según Kant, lo sublime causa temor, pues sus experiencias nacen de aquello que es temible y se convierte en sublime a partir de la inadecuación de nuestras ideas con nuestra experiencia.
Cualquier día de ayer, dormí a los 4700 m.s.n.m en un refugio de montaña puesto para los viajeros nómadas. Las vistas eran simplemente magníficas, blancas aristas que se elevaban por los cielos, enormes montañas que guardan el espíritu de los apus y otra vez las aguas en casi todos sus estados químicos. Entré en un cierto tipo de trance emocional por el estado físico en el que me encontraba.
Creemos que cansando el cuerpo vamos a poder experimentar el espíritu, o que desde lo alto de una montaña estamos más cerca de Dios o de lo infinito. Y como puede ser que esto constituya una verdad, viendo en las montañas catedrales donde practicar la religión, es absolutamente indiferente, la técnica que elijamos para estar en meditación profunda, aquel momento cuando finalmente nos elevamos por encima del samsara, es decir, el océano de las emociones y sensaciones y podemos contemplar todo como un sueño. La técnica es lo de menos, lo importante es la experiencia.
Pero dime ¿te enamoraste locamente del viento? ¿finalmente tuviste la oportunidad de bailar a la luz del día? ¿y volver la cabeza a la vía láctea? Y dime ¿te maravilló Venus? ¿era todo lo que querías encontrar? ¿y me echaste de menos mientras te buscabas a ti misma ahí afuera? Drops of jupiter
Traigo al presente la primera vez que subí un pico nevado a la altura de los 5200 metros. Físicamente sufría por los pies fríos y el mal de altura, quería vomitar y no moverme jamás. Sin embargo, después de eso he subido no sé cuántas veces más las alturas de la tierra y me he sentido en un estado tan especial que es muy difícil de comunicar.
Diría ahora que es ese sentimiento de lo sublime como lo define Friedrich Schiller: un sentimiento mixto compuesto por tristeza o dolor y una alegría inmensurable. Y me suena paradójico, puesto que no estudié filosofía pero me encanta filosofar fuera de los marcos rígidos de la academia. Me valgo de los conceptos para expresar una experiencia del espíritu, una vivencia que vulgarmente me ha sacado la leche y me ha sobrepasado, mediante la liberación de la observación de las limitaciones de la condición humana.
La experiencia de lo sublime, aunque ha sido totalmente individual e intraspasable, fue inicialmente acompañada por un ciclista viajero, una máquina traga kilómetros que relentizó su ritmo para compartir algunos días de ruta y que sin lugar a dudas, me motivó a superar esas limitaciones mentales al trabajar con fuerza el cuerpo.
No hubo un sólo día que no lo experimentara como una aventura. Desde nuestro encuentro en la subida al páramo, la lluvia, el barro, los desniveles, el frío, el sol, las caídas, la mecánica y los peruanos gritándonos «gringos», constituyeron todas las barreras que saltamos y me demostraron el cuero del que estoy hecha.
Max fue el primer cicloviajero en diez meses con el que compartí más de dos días en ruta y por eso le escribo estas líneas. Porque gracias a su compañía pude observar desvanecer otros miedos y expresar como los mayas el concepto de unidad «inlak’ech» que significa yo soy otro tú y «hala ken» tú eres otro yo.
Tenía un extraño temor a ser compañera de ruta por mis propias incapacidades y egoísmo. Tomar decisiones en pareja, acoplar los ritmos, elegir el sitio de la noche, compartir la comida y el agua, entender el proceso del otro y que cada uno puede disfrutar de una manera distinta el viajar son algunas de los cosas que más resaltan, pero también compartir el camino y ser compañera, te pone en situaciones donde puedes practicar de una manera distinta la inteligencia, las emociones, las subidas y las bajadas, compartir los alimentos es un momento hermoso de nutrición no sólo física, las decisiones pesan menos si cada quien es responsable, las noches se pueden convertir en fogatas filosóficas, los caminos difíciles en retos superados.
Para mí lo más difícil fue el ritmo, puesto de la presión psicológica más no del compañero, de saber que el otro me estaba esperando más arriba y eso actuaba de dos maneras: como motivación y como carga, una carga que luego me di cuenta nadie me pidió llevar pero yo solita me la ponía y una motivación que me hacía superarme a mí misma.
La comida sin lugar a dudas fue lo más sencillo de todo aunque el otro comiese carne, siempre al principio, al final o en cualquier momento Max decía que se moría de ganas por comer un sublime blanco, un chocolate peruano de los cuales era capaz de ingerir 10 en media hora, era impresionante verlo comer tanto dulce pero realmente sublime compartir la experiencia de pedalear juntos esas rudas tierras y ser capaz de reírnos en la noche de lo andado.
Max y yo teníamos diferentes ideas de cómo disfrutar el viaje, lo que no nos impidió disfrutarlo juntos al menos unos días. Y entonces, ahí con él de espejo, sentí la paciencia que he construido, la plasticidad de mi mente, la flexibilidad ante la vida, la compasión del corazón que tiene heridas, la comprensión hacia otras culturas y el amor infinito que no se agota pero se expande.
Pienso que otro temor era el de la inminente separación, el momento de decir hasta pronto y que te vaya bien, cuando el corazón ya le ha abierto un espacio, más una de las grandes enseñanzas que siempre se encarga de recordarme la vida es que nada es permanente y que él único logro verdadero está en el espíritu. Grandes cielos y mares, grandes cumbres montañosas, glaciares, volcanes, cascadas, ruinas y picos nevados son lo sublime que me han acompañado en este viaje por las alturas de mi alma.
Además, este sentimiento sublime que ahora me acompaña, me ha hecho tomar un segundo para recordar que tan lejos he llegado y no hablo de kilómetros. Tantas veces medimos nuestras vidas de acuerdo a los logros de otras personas, pero qué tal si nos tomamos un momento para apreciar lo mucho que hemos avanzado, incluso si todavía nos queda mucho por recorrer, ya hemos llegado hasta aquí y ¿qué hemos tenido que superar para hacerlo? En la bici como en la vida, hay muchas distintas formas de avanzar, de trascender, de disfrutar y aprender y honramos los sueños haciendo el trabajo que tenemos que hacer para materializarlos. Me estoy amando a mí misma investigando no sólo que quiero en la vida sino porqué lo quiero. Cuando estas clara en cuáles son tus intenciones, entiendes que es lo que guía tus decisiones. Gracias por lo sublime blanco de estos hermosos andes.
Daniella escribe y viaja. Autora del libro Vagabunda del Dharma. Si deseas apoyar su trabajo y su aventura compra el libro y entérate de más en Www.Ngongoroko.com O síguela en instagram y Facebook como @ngongoroko.
Sobre la autora de este disparate:
Lenta pedalera, escritora por convicción y artista de lo trascendental. Ardientemente introvertida pero tratando con todas mis fuerzas de estar en el mundo.
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