Por Daniella Osorio
Vagabunda del Dharma
Esta crónica relata la experiencia de una mujer contemporánea, que al graduarse de la universidad se cuestiona el estado de las cosas en su vida y toma la decisión de montarse en una bicicleta y pedalear sus sueños. El camino la conduce a compartir un tiempo en una comunidad espiritual en Ecuador. Los periplos de esa convivencia están narrados desde más íntimos pensamientos Sobre el carácter de lo femenino, la historia familiar, su relación con Dios, Su misión sobre dos ruedas y la misma práctica activa del amor.
El privilegio de autoexiliarse
Me he tomado el tiempo que necesito para distanciarme y escribir esto. No es un sentimiento fácil de comunicar, pienso acerca de lo que lo envuelve, que sería el año que llevo cicloviajando. Recordé la «salida de emergencia» que escribí cuando a los 19 años hacía mi primer viaje con mochila al sur de Colombia. Estaba aburrida de la universidad pensando en abandonarla para dedicarme a descubrir el mundo, pero me sentía inexperta.
Llevo más de 365 días pedaleando, 2900 kms y 3 países. Podría dividir en seis capítulos de una novela, esta historia de mi vida sobre una bicicleta:
Espacio/ Geografía | Memoria/Tiempo |
La selva: Colombia/Ecuador | Las primeras fronteras |
Los Nevados | El coraje y lo desconocido |
El mar | El renacimiento |
Cuenca | Lo espiritual |
Las montañas: Perú | La aventura y lo sublime |
Lo desierto: Sur de Lima | Aprender a ser raíz |
Es curioso como cada tipo de ecosistema es un mandala diferente, es decir, una representación visual para el aprendizaje. Desde el desierto he podido escribir estas palabras; ésta geografía agudiza vehementemente mi deseo de una vida siempre auténtica, me ha hecho crecer en medio del paisaje consumido y la monotonía de los colores. El desierto es precisamente eso, la estepa solitaria y vacía, el tránsito que implica abandonar la claridad de la mente habitual para enfrentarse a lo desconocido.
Entiendo la distancia y lo que me ha permitido: ser anónima y nómada. Y mientras me alejo de la imagen de mí en Colombia, pienso en el privilegio de haberme ido de casa por elección, de estar viajando y encontrándome, pienso en el privilegio de autoexiliarme de las costumbres de mi mente y de mi pueblo, y que me ha llevado a decidir dejar de normalizar comportamientos y tomar la oportunidad de responsabilizarme de mis actos, de hacer conciencia de cada uno de los movimientos de mi cuerpo.
La distancia ha sido la ventana idónea para reinventarme, para ser una diferente cada vez que me lo permita y en ese sentido asumir una pequeña muerte cada día. La cual puede referirse al sentimiento de no-pertenencia, de outsider, de extranjera, de extraña e incluso de invasora.
Uno de mis vagabundos espirituales favoritos Gary Snyder, anota que existe una línea casi perceptible que la persona de una cultura invasora puede atravesar. Habiendo vivido la mayoría de mi vida de un lado para el otro, éstas líneas tenían un especial atractivo por el desenlace que le sigue: salir de la historia y adentrarse en un presente perpetuo, en una forma de vida acompasada con la lentitud y la continuidad de los procesos naturales.
Milan Kundera dijo que la velocidad, es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. Ese es el atractivo de la bicicleta, que lo que te mueve es la fuerza de tus piernas y la voluntad de tu mente, cada paso en el mundo se suda y se goza, se siente y se vive. Tengo la mala costumbre de presentarme y casi inmediatamente decirle al otro que ha de saber que soy muy lenta ¿lenta? Continúa Kundera diciendo que en la matemática existencial esta experiencia adquiere la forma de dos ecuaciones elementales: el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria y el grado de velocidad es igualmente proporcional a la intensidad del olvido.
Este año con la casa a cuestas, con la puerta siempre abierta, me ha puesto en un tiempo fuera del tiempo, en que los segundos, los minutos y las horas adquieren otros usos y costumbres. El péndulo que oscila de aquí para allá me enseña que a través de mi hacer creo al tiempo, y experimento el proceso orgánico de reencontrar el conocimiento que ninguna escuela puede proporcionar.
La inestabilidad de la propia personalidad, resalta al observar a otros pares viajeros, admirarlos y en algún sentido querer vivir el viaje a su manera, lo cual no es posible y si lo fuera, sería a un costo muy alto: renunciar a caminar tu propio camino.
Lo lindo del anonimato, es que los otros no tienen ninguna idea previa de ti de dónde agarrarse, para juzgar un comportamiento con base en algo que ya no eres o quieres dejar de ser. Esto mismo podría ser repetido en primera persona, como el monólogo interno que una debería decir: No tengo ninguna idea previa de mí de dónde agarrarme para juzgar un comportamiento con base en algo que ya no soy o quiero dejar de ser.
Todo es impermanente, la misma identidad para nada una idea fija, sino algo que está en constante transformación y que no se refiere a un alejarse más de una misma sino por el contrario, a permitirse tantas otras facetas por las mismas posibilidades que el mundo ofrece ¿por qué atarse a una sola Daniella cuando hay tanto que explorar? Sí, el anonimato permite el reinventarse.
No es posible migrar intactos. ¿Cómo se asume la transformación del ser viajera? ¿de dejar atrás, de seguir adelante, de ser en soledad? ¿qué precio debemos pagar? Tomar distancia de la “vida normal” cuesta la identidad. Puede ser duro no reconocerse o reconocerse otra y reconocer que no te conocías.
En El eterno caminar de las montañas azules (1992), se dice que la verdadera condición de los “sin hogar” es la madurez de confiar en nada (o en todo) y responder a lo que aparezca ante el umbral. Pues quedarse en contra del impulso de irse, tiene un atractivo horrible: suprimir la duda, la aventura y la incertidumbre que es tan estimulante.
Para una mujer salvaje, no existe nada más escalofriante que dejar de caminar y detenerse ante lo que se considera una vida normal. ¿Bajo qué estándares medimos la vida? Seguimos viviendo en prototipos creados más para nuestra comodidad que para nuestra seguridad, porque además ¿seguridad de qué?
Los territorios salvajes han servido en todas partes como refugio de la libertad espiritual y política. Las mismas artes constituyen un estadio salvaje que sobrevive en la imaginación, otra vez la literatura de un vagabundo espiritual dice que, las artes son como parques nacionales en medio de las mentes civilizadas.
Un viajero, un nómada, un errante, un trotamundos, una cicloviajera debe hacer su hogar a los cielos rosados, al mar circundante, a las montañas azules, al silencio de sus noches, a la desnudez de su risa, al desorden sus crespos, al mugre en sus uñas, al mundo su casa.
La naturaleza no es un lugar para visitar, fue lo que reflexionó Krakauer, para concluir que en realidad es nuestro hogar, tan grande como lo queramos hacer. El hogar es el espacio que empieza en el cuerpo físico y la comodidad que conlleva el habitar la propia piel.
Este coronavirus que me aisló en el desierto de Perú, ha sido increíblemente creativo y aprovechando las redes y su instantánea conexión, me puse a jugar una ronda de preguntas en la que surgió esta pertinencia: ¿cuál es la revelación de este viaje? Mi respuesta: que el único camino posible es el camino del autoconocimiento. Ella sólo se pertenece a sí misma.
Para apoyar a Daniela en su bicirecorrido por Suramérica, puedes visitar el siguiente enlace:
Las Rutas Bicioníricas de Ngongorokó
Sobre la autora de este disparate:
Lenta pedalera, escritora por convicción y artista de lo trascendental. Ardientemente introvertida pero tratando con todas mis fuerzas de estar en el mundo.