Por Gilberto Tabares
Un nuevo autoritarismo ha logrado minar la independencia de los poderes del Estado, logrando asirse con todo el poder; el congreso se convirtió en un instrumento del poder ejecutivo, la justicia es dominada por su poder político y mediático, y los órganos de control no solo son un escudo de la corrupción, sino un inquisidor implacable contra la oposición, los denunciantes y las víctimas. Para empeorar este escenario la fuerza pública convirtió a la sociedad en su enemiga, la golpea, la viola y la asesina; un aparato represivo ignominioso. La población se ha convertido en un organismo paranoico, que le teme a su propia sombra, ya su mirada no da abasto entre el paramilitar, el narco, el guerrillero, el sicario, el hurto y la violación, ahora también debe desconfiar de las instituciones que juraron defenderlo.
Este pánico, esta paranoia, hace transitar de nuevo a la sociedad por los viejos caminos de la justificación de la violencia, convirtiéndolos en fervientes defensores del bombardeo de niños, de la incineración y violación de personas en los CAI, de la desaparición de estudiantes, del exterminio de líderes sociales, defensores de derechos humanos y firmantes del acuerdo de paz. Volvemos a escuchar a los vehementes defensores de la justicia por mano propia, denigrar del pobre, del indígena, del campesino, del extranjero, del profesor y el estudiante; a la par vemos retroceder los pasos de la equidad, la libertad y la justicia social.
Este nuevo autoritarismo encendió su máquina de odio y muerte, un inexorable medio de control político y social que busca homogenizar a la sociedad a la medida de los terratenientes, empresarios, ganaderos y narcotraficantes que por décadas han amarrado este país a una especie de modelo posfeudalista. Este poder de turno le demostró al mundo que ya no es necesario un golpe militar para controlar un Estado por la fuerza o instaurar un gobierno autoritario, el autoritarismo se puede dar por vía electoral; lo que deja claro que la celebración de una elección ya no es una característica de la democracia, queda como último bastión de la democracia el uso pleno y las garantías de libertad políticas y cívicas.
Sin pensarlo, estamos abandonando la democracia como régimen político y construyendo un hibrido nefasto de autocracia, que por sus características no se deja encerrar en los viejos conceptos, es decir, no podemos apresurarnos a encapsularlo en las viejas nociones de dictadura, autoritarismo y populismo, pues no hay golpe militar, no hay práctica de control social que tienda al absoluto, ni control del territorio; los medios no son censurados por la fuerza, hay un silencio informativo basado en contratos económicos; la oposición política funciona en la justa medida del poder, no busca cambios estructurales, y los países han ido legitimándose conforme alianzas económicas o sanciones, sin importar sus condiciones sociopolíticas internas ; sumemos a esto que las sociedades permeadas por el populismo se movían en función del mejoramiento de su calidad de vida y la actual se mueve en detrimento de ella, por ejemplo, es incapaz de comprender e incluso niega la pérdida de derechos fundamentales, el impacto de la corrupción en la desigualdad social y legitima esas condiciones de desigualdad que afectan directamente su calidad de vida.
Esto obliga a construir marcos conceptuales apropiados para clarificar estos fenómenos, en este tiempo tan oscuro, donde personajes políticos gozan de una extrema popularidad a pesar de su abierta tendencia al racismo, la homofobia y la aporofobia, quizás debido a las profundas raíces que tienen estos pensamientos en una ciudadanía hija de la mano dura y la competencia feroz por la supervivencia; esta ciudadanía que hoy observa al ejército justificar el sicariato, a alcaldes xenófobos y políticos evadiendo la toma de decisiones esperando su turno en el poder; a la Corte Constitucional sacudirse la responsabilidad de justicia, entregándola en las manos de una Fiscalía que persigue más a las víctimas que a los victimarios.
La sociedad colombiana debe aprender de esta lección y no caer de nuevo en el error de apoyar en las urnas una práctica política neoautoritaria, que ha costado miles de empleos, llevado a la pobreza a más de un millón de colombianos, que ha perdido cientos de vidas inocentes en la defensa de derechos individuales y colectivos que deberían estar garantizados.; observamos día tras día la pérdida de derechos laborales, la negativa en inversión social, vemos nuestros impuestos dirigirse a salvar a los grandes empresarios que evaden impuestos en paraísos fiscales, mientras millones de trapos rojos se posan tímidamente en las ventanas pidiendo alimentación -el erario para los poderosos, donaciones para los marginados- y lo peor, vemos a un gobierno depredador del ambiente, negacionista del cambio climático, lo que puede empeorar todas nuestras circunstancias de vida.
En definitiva, la sociedad colombiana debe identificar las verdaderas amenazas a la democracia, observar las señales que hacen tanto los partidos políticos permeados por la corrupción, ya deslegitimados, arrinconados en un solo espacio del espectro político. Entender la transmutación y desaparición de los valores que deberían caracterizar a un funcionario público, la deshonestidad es el antivalor a defender pasando por encima del estado de derecho, la marcha de la inmunidad política sobre la ley a hecho que predomine el hombre sobre el gobierno de las leyes. Sobre todo, comprender que en la historia de nuestro país los relevos de poder no se han dado NUNCA entre la izquierda y la derecha, sino entre facciones de la extrema derecha y la derecha moderada. En las próximas elecciones se jugará todo o nada contra ese nuevo autoritarismo, por lo que no es tiempo de convencernos con discursos elaborados, no tenemos que “seducir” votantes ni comprar conciencias, la realidad del presente se explica sola; vencer este nuevo autoritarismo debe ser el objetivo común, pues una vez reinstaurado el miedo será muy difícil reivindicar las nociones de libertad.