Por Germán Garzón
Escribí está carta convencido de que usted querría leerla, discúlpeme por ser tan reiterativo, pero a veces actos sin función, sin un sentido claro quieren ver luz como ojos de herejes. Y es que en ocasiones, hago cosas que no se ciñen estrictamente a un programa definido, en absoluto: que son propiamente cosas sin razón aparente. Le compartiré una de esas acciones irracionales “en apariencia”:
Prendo el televisor, lo prendo solo por un rato, sesenta segundos no más. Lo que equivale a un minuto fulminantemente echado a la basura. Apago y prendo, así por lo menos 61 vez al día, lo hago para recordar que la televisión es una echadera de tiempo a la basura.
Y es que la televisión de pronto, ha venido despertando en mí algo muy desagradable, no se explicarlo, es una sensación, digámoslo, nauseabunda.
Antes solo le rehuía en la medida de lo posible, tarea difícil, pues los televisores están en todas partes. Dos en mi casa, tres en casa de mi tía… Seis por cada libro existente en el mundo.
Repentinamente comencé dándole mi espalda.
En la mayoría de los hogares permanece prendido 24 horas, igual en las tiendas y almacenes.
Era su inmanente presencia en mi vida lo que termino por hartarme.
No se puede escoger. Me hartaban también sus cautivos televidentes. Finalmente todo sumó y me llevó a ello. Espero me entienda y no vaya a recriminarme algo que solo sucedió.
El procedimiento era sencillo: primero lo ubicaba, era fácil, siempre ubicado en el centro de la sala como un ombligo. Sin titubeos iba hacia él con pasos de oso sigilosos, con un semblante de asesino que rebozaba de frialdad impúdica y lo apagaba de súbito, presionando sin dificultad el botón, con dos dedos mojados de sudor como fulminando una vela luminosa.
Cuando iba de visita a cualquier casa, en caso de que estuviese apagado, lo prendía solo para tener el placer fiero y sublime de arrojar para siempre a las tinieblas sus luces catódicas. Así, siempre, “apagando televisor tras televisor”, a donde fuese: a casa de mis amigos, de mis familiares, o a casa de mis vecinos. A donde fuese, con religiosidad, compromiso y convencimiento absolutos. “A la televisión es hora de devolverle el golpe” dijo Nam.
En una ocasión no fue suficiente, no me basto únicamente con darle OFF, y fui mucho más allá, al límite, al borde difuso que separa o de algún modo hermana, la locura y la razón. Lo hice… ¡lo hice!
Entré en mi habitación, lo recuerdo con claridad, tome el bate de beisbol, lo metí en la maleta. Bajé las escaleras, y me dirijo a la calle, tras caminar unas cuadas me detuve, frente, observé tras el cristal, a una familia unida en tono a esta hoguerita. Timbré. El miedo se había quedado atrás en el andén.
Un anciano abrió la puerta sin desconfiar. Tan pronto vi luz, noté su expresión de terror a través de la abertura de mi pasamontañas. Sin mayor esfuerzo entré y ¡zas zass!
Estallé la pantalla del televisor, lo hice trizas. Experimenté de inmediato una serenidad suprema y benigna que traía de regreso el placer del silencio a mis oídos. Era una sinfonía, era hermosísimo el fuego en los ojos de todos ellos, moviéndose sensualmente al viento. Eran esas hermosas pantallas reflejadas en sus ojos fijos que me cautivaron tanto. Por supuesto, ellos estaban petrificados por la mirada de Meduza penetrante y mefistofélica. Los cables cortados bullían de salpicaduras de corriente eléctrica y fuego, infundiendo su lujuriosa palabra, sus más blasfemas letanías. Seguían paralizados. Por un brevísimo instante glorioso vi colisionar todas las partículas gimiendo en el latido de un ruidito intermitente bajo, susurrando lento y firme piiiiiiiiii, escuchándose cada vez menos hasta desaparecer.
¡Que catástrofe! Debió ser insoportable para esta y otras familias pensar, por un momento, en qué sería de sus vidas sin la tv, en esa remota posibilidad de compartir y hablar ahora entre sí; peor aún, la resinación insoportable de tener que establecer otros espacios de convergencia, como padres, como hermanos y hermanas. Pero nada de lo anterior, pues sería más definitivo comprar un Samsung de 90 pulgadas.
¡Hice mal, lo comprendo, tantos estallidos! Tanto daño a tantas familias.
Confieso que no tengo ninguna clase de remordimientos. Pese a que, a causa de esto, estuve recluido primero, en la cárcel, luego en un psiquiátrico.
Y respecto a mi obsesión, a esa convulsa manía que me acareó todos esos problemas, como humo de cigarro se esfumó, estoy más que curado, por fortuna, y más ahora, que recién empecé a ver la segunda temporada de Breaking Bad.
Sobre el autor de este disparate:
Sicoterapeuta frustrado. Astrofísico de corazón, con licenciatura en procesos de inmersión en aguas pandas y turbias por el Chaparral Center Institut. Además es escritor y pintor de apartamentos cuando toca.