Por: Gilberto Tabares Hoyos
Hace unas semanas la sociedad colombiana se conmocionó al enterarse de la violación de una niña embera por parte de siete integrantes del Ejército e inmediatamente comenzaron a revelarse cifras de violación por agentes del Estado y, por un momento, el flash de un viejo texto de Proudhon sacudió mi memoria. Hace 180 años se levantaba un espíritu de rebeldía —antiautoritario—, ante la constitución de lo que él consideraba el enemigo de la libertad humana o un corruptor de la justicia intrínseca de la humanidad, el Estado Moderno.
Pierre-Joseph Proudhon creía que el Estado no solo era un instrumento de opresión, sino que era la forma que adoptaban las tiranías privadas para estructurar su hegemonía y, por tanto, era incompatible con la justicia. Mientras el comunismo y el fascismo se disputan la escena política con la incipiente democracia, Proudhon, detractor de todas esas corrientes, desestabilizaba aún más la atmósfera, pero no nos confundamos, él no tenía un ápice de pusilánime, tomaba partido por lo que consideraba una forma más pura de libertad humana, el anarquismo.
Para Proudhon ser gobernado era ser observado, requisado, espiado, legislado, adoctrinado, controlado, medido o censurado, y si nos permitimos ser anacrónicos, podemos, al observar nuestro contexto colombiano, agregar a esta lista de prácticas gubernamentales el ser envenenado, desalojado, desaparecido, asesinada, acosada, violada. De qué otra forma podemos entender que las instituciones con misiones y visiones de protección social cometan más delitos en contra de la sociedad que grupos al margen de la ley; ¿cómo podemos llamar a las alianzas entre paramilitares y el Ejército para perpetrar masacres de forma sistemática?, ¿cómo podemos entender décadas de alianzas entre el narcotráfico y la política?, ¿cómo debemos llamar a la articulación entre poder político y poder mediático para engañar a la sociedad? Hemos sido gobernados.
El anarquista no dudaría en desdeñar de los tecnócratas colombianos, que quieren mostrar las bondades de la seguridad democrática a través de la estadística, mientras las madres de Soacha piden los cuerpos de sus hijos a una Fuerza Pública que los hizo pasar por guerrilleros (la suma de los abusos); no obstante, no dudaría en afirmar que estamos siendo gobernados. Tampoco titubearía al ver cómo Iván Duque pide préstamos a la comunidad internacional a nombre de la sociedad colombiana, para entregárselos luego a los banqueros y empresarios (la tiranía de los privados), sin embargo, no pondría en tela de juicio que estamos siendo gobernados. Pero, al ver a una niña de 11 años ser víctima de la voluntad sexual del Estado, al ver cómo la institución de los héroes ultrajó un ser inocente, al ver las formas contemporáneas gubernamentales, las formas institucionales del abuso, el máximo abuso del autoritarismo, ¿será que Proudhon diría que estamos siendo gobernados? ¿O su indignación lo llevaría a la búsqueda de dejar al Estado impotente, eunuco para que jamás pueda volver a gobernarnos?, quizás buscaría a toda costa dar el golpe de dignidad que nos falta, recuperar el amor propio, la empatía, nuestra humanidad.
Hoy la atmósfera aberrante de instituciones que se ensañan con la población colombiana (negando su sentido social), hace necesario el regreso del anarquismo, pero no de ese anarquismo que ingenuamente se confunde con caos político, al contrario, si algo busca el anarquista es la dignidad social a partir de lo político, pues cree en la justicia intrínseca del ser humano, esa justicia que es pilar de lo político y que debe organizarse en pequeñas comunidades de lo justo para recuperar esa noción perdida en la sociedad. Ese concepto de justicia lo vemos hoy tergiversado por una minoría deshumanizada hambrienta de poder, debido a esto, nuestro ejercicio de la justicia es nefasto, desvirtuando nuestra política, corrompiendo nuestras instituciones y, finalmente, engendrando desconcierto y malestar social.
El regreso del anarquismo es fundamental para ayudar a romper tanto con ese concepto de justicia falseado, como con lo —hoy— políticamente correcto que nos impide reconocer la ilegitimidad de un Gobierno que tuvo que aliarse con el narcotráfico para conservar el poder que asegure su impunidad, la de su clientela política y sus patrocinadores; por esto es ineludible una postura anarquista que ponga contra la pared ese poder narcopolítico establecido, que se ha diseminado por el territorio destruyendo el tejido social, ya sea que la indignación nos inspire el derrumbe de la ya erosionada institucionalidad o un refuerzo renovado de su estructura, el regreso es esencial y debe articularse a un proceso de transformación, pues es la negación inexorable de lo injusto y cobra relevancia ante la necesidad de una bocanada de justicia social que nos permita una vida digna y en paz, donde no se naturalice el bombardeo de niños o su violación, ni se proteja a sus perpetradores.